10.24.2012

Complot.
                Capítulo IV
Mi padre tenía catorce años cuando Bruno Edels le mandó plantar esas hileras de eucaliptos. Desde las barrancas del río, a lo largo, hasta donde "El Chajá" se extinguía en el monte.
  Él dijo que era duro eso de andar con un machete, sacando malezas del monte, que era duro plantar y plantar árboles para que otros se ocuparan de talar lo que había plantado. Aunque él también podía acabar de un hachazo con uno de ellos.
  Mi padre hizo siempre lo que el jefe esperaba de él; se quedó más de veinte años allí, en "La Lucera". Fue ascendido a capataz en la época en que la madera del peteribí empezó a darle más dinaro al jefe. Se acordaba de los hombres que pasaban el día en el monter, hachando, y de los que recogían los troncos recién talados, avanzada la noche. Después, dijo que otros hombres se ocupaban de amarrar los troncos con lianas o sogas de esparto y de lanzar la jangada al Uruguay para que le llevase la corriente.
  Cuando los balseros se iban, en esa orilla lisa y continua como el río, quedaban las cortezas y un largo silencio.
  Después, algunos de esos hombres volvían trayendo cosas robadas desde la frontera con Paraguay; las escondían en el monte y luego las mandaban para el Uruguay hasta el Río de La Plata. Mi padre me había prohibido entrar sola al monte. Decía que era peligroso para una niña.
  Una noche, Eli y yo vimos a esos hombres.
  Estábamos en las barrancas cuando escuchamos gruñidos extraños que venían de la orilla barrosa. Eli me miró asustado y yo lo miré; algo se movía allí. Creíamos que eran gatos monteses que husmeaban en la arena. Nos quedamos inmóviles esperando que algo ocurriera. Los ojos clavados en la oscuridad. En el aire había un fuerte olor a almizcle. Yo quería decirle a Eli que nos fuéramos, pero no le dije nada. Las piernas se nos aflojaron. Los matorrales, altos y tupidos, nos protegían. 
  Unos diez hombres corpulentos avanzaban resoplando con lámparas de querosén y movimientos torpes y rápidos. Escuchamos el ruido que hacían las cajas que transportaban al chocar entre sí. Luego, esos desconocidos se hundieron en el monte.
  Al día siguiente, volví al lugar y la tierra estaba pisoteada como si una manada de chicos salvajes la hubiera removido con sus jetas poderosas. Entonces, recordé lo que mi padre me había advertido: Si te encontrás con uno de esos tipos, no tenés que dirigirle la palabra. Mi padre no me dijo que su miedo era que pudieran violarme. Y hay cosas que una niña no pregunta a su padre. Tampoco hablamos de mi madres, desde que nos abandonó. Yo tenía entonces ocho años, y me acuerdo.
  Una mañana, alguien dijo que ella había ido con uno de esos balseros que traficaban cosas por el Uruguay. En la estancia también dijeron que se había ido con un hombre que mi padre conocía; un tape de Domínguez a quien mi padre anduvo tras ella, pero nunca volvería. El dijo que había ido a buscar a tía Luisa a Ccolón para que se ocupara de mí y también de la cocina. Recuerdo que mi padre se deshizo de su ropa: yo tenía miedo de que ella estuviera muerta. Muchas veces pregunté dónde estaría mi madre, si es que vivía. Quizá mi padre sabía más de ella de lo que me dijo. Esperé que hablara. No habló. Sea como fuese, a mi madre se la tragó la tierra.
- Perla Suez

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